Hace un par de años esa pregunta me obsesionó (y mi entorno cercano sufrió mi matraca sobre ello durante meses). El detonante de la pregunta era mi propia historia lectora: leí voraz y precozmente durante mi infancia y mi adolescencia, pero durante la carrera dejé de leer por placer. Durante los cinco años de vida universitaria, mis obligaciones consistieron básicamente en leer: apuntes, manuales, referencias, lecturas obligatorias. Leí mucho esos años, pero creo que no recuerdo ninguna lectura voluntaria de aquella época, aunque no fui consciente entonces. Supongo que después de pasarme horas entre libros y apuntes, lo que menos me apetecía para descansar era seguir leyendo. Para cuando terminé mis estudios, simplemente había perdido el hábito de leer por afición. Así que al salir de la carrera, dejé de leer en el sentido convencional del término. Leía artículos, periódicos, blogs (y no pocos) pero rara vez libros; alguna lectura utilitaria ocasional como ensayo o libros de viajes (y siempre motivado por un fin práctico concreto) pero ya apenas ficción y nunca como forma placentera de entretenimiento.
Me dedico a la lengua y a las humanidades, así que en esos años de sequía lectora solía encontrarme ante la pregunta: ¿Qué estás leyendo? Curiosamente (quizá por mi profesión), la gente solía dar por sentado que yo debía leer bastante y hasta me pedían recomendación. Me daba vergüenza reconocer públicamente que no leía. Algunas veces me excusaba arguyendo falta de tiempo (Es una pena porque leo poquísimo. Me gustaría leer más…), pero yo sabía muy bien que no era verdad: no leía porque no me apetecía. En mi entorno más cercano había lectores de Lo Que Debe Ser Leído, un puñado de consumidores de best sellers de temporada y una masa de amigos con los que creo que jamás he hablado de lecturas. Había también algún no lector que tenía a gala no leer. Sinceramente y en contra del estereotipo, las personas de mi entorno que declaraban abiertamente no leer no me parecían menos inteligentes que aquellas que se reconocían como lectoras. Empezó a inquietarme el porqué de esa vergüenza cuando uno reconoce que no lee o de la mirada admonitora del interlocutor si uno lo reconoce sin reparo.
Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende me retiro a otra habitación y leo un libro. La famosa cita de Groucho resume bastante bien la valoración que se hace desde no pocos ámbitos de la tele y la lectura. ¿Cualquier contenido televisivo es peor que cualquier libro? ¿Por qué si uno dice que no lee se convierte a ojos de muchos en un cazurro sin remedio, mientras que pintar, programar, tejer o cantar, aunque puedan resultar interesantes (¿Pintas? Oh, qué bonito. Yo es que soy negado) son opcionales? ¿Por qué hay campañas estatales de promoción de la lectura pero no para que aprendamos a tocar un instrumento o a hacer cerámica? ¿Por qué leer es la actividad intelectual por excelencia, cuando otras actividades como la música o la programación requieren un grado de abstracción y concentración que es, como poco, equiparable? ¿Por qué se considera intelectualmente inferior a quien no lee? ¿Y por qué damos por bueno demasiado alegremente que en general las actividades que se desarrollan con la mente son superiores a las que se hacen con el cuerpo? Vaya por delante que considero innegociable el aprender a leer de forma competente y profunda y a escribir con precisión y claridad como herramientas imprescindibles para poder manejarse por el mundo y que a uno no le estafen. En una civilización sustentada sobre la noción de escritura (y de propiedad), leer y escribir son el mínimo necesario para sobrevivir. No es que me plantease el analfabetismo como modus vivendi. Mi inquietud se debía a la idea tan extendida de que la lectura como actividad de ocio disfruta de un prestigio intelectual incomparable y superior a cualquier otra actividad.
Planteé estas preguntas a buena parte de mi entorno y de mi gremio. Me encontré con muchas arengas en defensa apasionada de la lectura como actividad sublime para entrenar la inteligencia y la sensibilidad y como forma incuestionablemente superior para adquirir y compartir conocimiento del mundo. Pero no encontré demasiados argumentos. No conseguí dilucidar por qué leerse un libro sobre la Segunda Guerra Mundial era mejor que ver un documental con un contenido equivalente. El pensamiento crítico, el razonamiento abstracto, la capacidad analítica, la adquisición de conocimiento o la habilidad mental fueron algunas de las bondades que surgieron repetidamente como respuesta a mis preguntar. Pero si la cuestión es adquirir información ¿por qué leer ficción de forma regular es intelectualmente superior y más prestigiado que hincharse a ver documentales? Si lo que queremos es fomentar el razonamiento abstracto y el pensamiento lógico, ¿no deberíamos hacer campañas para fomentar el estudio de las matemáticas o de la programación? ¿Conlleva verdaderamente un pensamiento más elaborado y complejo leer que interpretar fugas de Bach? Para complicar más las cosas, determinados géneros parecían estar al margen de estas supuestas bondades: los cómics o los audiolibros parecían no contar como lectura, o en el mejor de los casos, valían menos: podían servir de sucedáneo, un sustitutivo para los recalcitrantes con intolerancia grave a lo escrito, pero no contaban del todo como lectura de verdad. La calidad del texto también levantaba polémica: para algunos, Dan Brown o la saga de Crepúsculo tenían un pase si servían para aficionar a los no lectores a los libros; para otros, era preferible no leer que leer eso. No conseguí saber si según la escala de valores de los lecturistas era preferible leer a Corín Tellado que no leer nada (aunque seamos luego unos entusiastas del ballet o de la jota aragonesa) o si leer cómics (perdón, novela gráfica) de Paco Roca puntúa más alto que devorar Cincuenta sombras de Grey.
En 2014 creí llegar a una conclusión que daba por zanjado el asunto y por aliviado mi prurito. Concluí que el origen del prestigio social de la lectura se debía a una mezcla entre tres cuestiones: formato, clase social y gremio.
La escritura no es solo una manera de compartir una idea con nuestros coetáneos. Escribir ha sido la manera (y durante buena parte de nuestra historia la única) de crear discursos que alcanzaran una cierta distribución geográfica y pervivieran en el tiempo. Quienes escriben y publican tienen mayor capacidad para generar un discurso que se convierta en mayoritario (o por lo menos que sea oído) y que ese discurso perdure. La escritura es, en definitiva, un poderoso altavoz para extender discurso y pensamiento. Necesariamente, por lo tanto, los valores, opiniones y preferencias de aquellos que han dejado testimonio escrito tenían garantizados más recorrido y trascendencia que aquellas ideas que no dejaron rastro textual. Los restos escritos siguen siendo hoy la forma primordial de acercarnos a la forma de pensamiento de otras épocas.
Sin embargo, no solo de palabra escrita ha vivido la humanidad. Más pedestre y más humilde, la tradición oral ha servido también como transmisor fundamental de ideas y conocimiento. A primera vista puede parecernos que el contenido que no alcanza la escritura tiene más probabilidades de que se lo lleve el viento. Pero son muchos los textos perdidos por el camino y que probablemente no recuperaremos porque accidentes, incendios y otras catástrofes destruyeron el ejemplar que debía haber llegado a la posteridad. La quema de la Biblioteca de Alejandría es un célebre y triste ejemplo de que el formato escrito no siempre fue garantía de transmisión y durabilidad, sobre todo en la época anterior a la imprenta, en la que hacer copias de un mismo texto era laborioso y caro. La transmisión oral, si bien más dispersa, más fluctuante y necesariamente menos homogénea, constituía (¿constituye?) una forma de transmisión desbordante, colectiva y eficaz que, alcanzado un umbral mínimo de difusión, se veía mucho menos afectada por desapariciones puntuales. La no existencia de una versión única y la contribución de los individuos de la comunidad al acervo transmitido son características propias de la oralidad del conocimiento que recuerdan de una manera no tan lejana al desarrollo actual del software libre o a las recetas de cocina (a pesar de nuestra irritante manía por buscar una forma canónica de preparar el gazpacho o la paella, como si fuese posible pensar que efectivamente existió una única forma de prepararlos).
De acuerdo: la forma escrita ha sido un medio poderosísimo de acceso a la información y de transmisión de discursos y formas de pensamiento. Pero si no ha sido la única, ¿por qué entonces el prestigio cultural del texto escrito? Quizá no sea descabellado pensar que quienes han tenido tradicionalmente acceso a la escritura y a la publicación de textos ha sido una minoría social privilegiada. Y esa minoría con acceso a la publicación de textos estaría más que interesada, desde luego, en que el formato de su discurso fuera más prestigioso y exclusivo que la oralidad, que era un formato mucho más accesible y por ello (al tratarse de sociedades mayoritariamente analfabetas) quizá hasta socialmente más justo. Así que la élite que puede escribir y publicar sus ideas contribuye a crear esa ilusión de que las opiniones y conocimientos que valen más son aquellos que están por escrito, frente al saber rudimentario y de segunda del pueblo llano que no tiene acceso a la publicación y cuyas ideas son anónimas. Y así esa élite intelectual estampa su beneplácito en aquellas obras, géneros y formatos que están hechos a imagen y semejanza de las suyas. El conocimiento, la ciencia y la educación se construyen, pues, sobre la noción de que lo escrito es lo válido, el yace in escripto medieval que concedía la cualidad de verdadero a aquello que estuviera puesto por escrito.
Nos encontramos, pues, ante una situación en la que una élite tiene el monopolio del altavoz del discurso escrito, altavoz que usa para perpetuar la idea lo escrito es lo bueno, que lo suyo es lo bueno. Se trata en realidad de una lucha de poder cuyas consecuencias aún vivimos: que los intelectuales sean quienes tengan el muy cuestionable poder de determinar que es La Cultura™ y qué no mediante el sello que distingue alta y baja cultura es la explicación a por qué audiolibros, los cómics o los videojuegos no forman parte del tesoro cultural que ha de ser venerado, aprendido y prestigiado. Cuando la élite intelectual dice que la lectura es la actividad intelectual por excelencia lo que está haciendo no es ni más ni menos que validarse a sí misma, como cuando esas mismas élites desprecian internet a pesar de ser también texto escrito defendiendo que el contenido verdaderamente valioso está en los libros (porque en Wikipedia escribe cualquiera). Lo que tiene valor es aquello que yo produzco, yo controlo y que me valida en mi posición de élite. Y es que el prestigio emana de la autoridad de quien realiza la actividad, no de la actividad misma. El flamenco era popular y cultura de segunda cuando quienes lo disfrutaban eran los gitanos, pero ascendió a los altares de la intelectualidad cuando quien pasó a admirarlo eran payos de clase alta sentados en la platea de un teatro, de la misma manera que cuando quien cocina es un ama de casa se trata de una actividad doméstica y prosaica (que ni siquiera es reconocida como trabajo que merezca remuneración y derechos) pero si quien lo hace es un hombre se percibe prácticamente como un arte digno de reconocimiento cultural (no digamos ya económico). Creemos que leer es mejor porque es el formato sobre el que la élite ha tenido tradicionalmente el control y ha impuesto un discurso que justifica su posición como élite y que considera superior el formato sobre el que históricamente han tenido el control.
El colectivo de personas que escriben y publican es un reducido conjunto de personas que recogen fundamentalmente la sensibilidad, el conocimiento, los intereses y las prioridades de una pequeña porción de la población que, aparte del acceso a los medios para publicar, lo que tienen en común es que se dedican a escribir. Así que, básicamente, cuando nos asomamos al estudio de la literatura necesariamente tenemos una sobrerrepresentación histórica de la forma de ver el mundo y los valores de quienes escribían en ese momento. Y, entre otras ideas, es muy probable que para muchos de quienes escriben, la lectura resulte una actividad importante, placentera o directamente fundamental, puesto que lo es para ellos: es su forma de pensar, de hacer cultura, de aprender, de conocer, de estar en el mundo, de entender la vida. Y esta idea se ha transmitido a través ni más ni menos del altavoz más potente y más prestigiado del que disponemos: la escritura. Si quienes dejasen testimonio y creasen discurso hubieran sido tradicionalmente, qué sé yo, los panaderos, probablemente nos encontraríamos con el discurso de que hacer pan es la actividad humana suprema. Si la historia del mundo nos la hubiesen contado los soldados quizá encontraríamos como denominador común la exaltación de la guerra como actividad suprema (o, quién sabe, quizá un canto antibelicista convencido). Pero el testimonio escrito (que es el durable y prestigiado) no lo dejan ni los guerreros ni los panaderos. El testimonio escrito lo dejan los escritores. Los escritores consideran la actividad suprema lo que ellos hacen, y por lo tanto, perpetúan esa idea con la ventaja de que lo hacen en el formato que mejor sobrevive en el tiempo y con mayor prestigio. Tengo mis dudas de si compartirían opinión otros creadores de la historia cuya forma de expresión artística primordial no fuese la escrita. Beethoven, Claudel, Monet, Nina Simone… ¿para ellos también era leer la actividad intelectual suprema? ¿O quizá lo era componer, esculpir, pintar, tocar, pero esos formatos no permiten una creación de discurso de una manera tan fácil y contagiosa como la escritura? ¿Lo sería también para una prostituta del XVII? ¿Y para un ama de casa del XIX? ¿O será que las preferencias y escala de valores de la prostituta o del ama de casa no tenían posibilidad material (ni status social) para generar un discurso que se transmita hasta hoy con prestigio?
Así que nos encontramos con que el formato que ha quedado fijado por la élite como prestigioso y sobre el que se construye la noción de cultura y se restringe qué conocimientos son válidos y prestigiados es el escrito (frente al oral) ya que esa élite es la que controlaba los medios de producción de textos, y por lo tanto, el resultado es que la voz de los escritores (que necesariamente colocan la lectura en lo más alto de las actividades humanas) es una voz sobrerrepresentada en la historia que cuenta el mundo. Me satisfizo mucho mi conclusión posmoderna y crítica de 2014 y, de paso, me deshice del sentimiento de culpa por no leer.
Pero en 2015 hubo un giro inesperado de la trama: volví a leer. No ocurrió solo. Sin buscarlo me rodeé de gente que disfrutaba enormemente de la lectura y los libros eran un tema de conversación recurrente. No era cuestión de canon ni de elitismo. No era gente que se creyera mejor por leer. Era gente que, simplemente, parecía tremendamente feliz leyendo. Escucharles hablar de lo mucho que disfrutaban leyendo era como escuchar a alguien contando el placer de comerse un helado. Yo quiero probar ese helado. Yo también quiero experimentar ese placer. Reconocía ese entusiasmo con el que ellos hablaban como algo que también había sentido en algún momento pero que había extraviado por el camino. Me hacían sentir que me estaba perdiendo algo. Así que decidí volver a comer helado en busca del placer perdido.
Twitter resultó ser una fuente de sugerencias fabulosa. En vez de lanzarme a leer Lo Que Debe Ser Leído o engacharme al último éxito de masas editorial, simplemente probé a leer algunos de los títulos que veía mencionar a tuiteras con las que compartía inquietudes y sensibilidad. Unas cuantas recomendaciones y hallazgos fortuitos después, me di cuenta de que en apenas unas semanas había leído más y con más gusto que los años anteriores. Fue emocionante volver a tener ganas de leer, de retomar el capítulo interrumpido porque el metro llegó demasiado pronto a mi destino, de acumular títulos pendientes que me apetecían o de machacar a mi entorno con que no podían dejar pasar tal o cual texto.
En este proceso de ir recuperando una mínima costumbre lectora (en el que aún me encuentro), he estado observándome con detenimiento, intentando atisbar si hay algo que, efectivamente, haga a la lectura mejor (o diferente al menos) que otras actividades. Mi conclusión (aún no definitiva) tras este viaje de ida y vuelta es que leer es una fuente formativa y una experiencia estética tan enriquecedora como lo puede ser ver un documental, escuchar una canción o bailar. No creo que el grado de abstracción y razonamiento que la lectura entrena sea mayor o mejor de ninguna manera que el de tocar el piano o programar. Pero hay algunos aspectos en los que creo que la lectura es particularmente interesante como experiencia. Lo que sigue, pues, no es por qué leer es mejor que cualquier otra actividad (que no creo que lo sea), sino de en qué aspectos lo percibo (yo, ahora) como diferente.
Vamos primero con una perogrullada: el acto de leer (o de escuchar mientras alguien nos lee, no sé por qué habría de ser distinto, aunque reconozco que me resulta más fácil perder el hilo cuando me leen) conlleva una reconstrucción mental de lo que está ocurriendo que el cine, las series o el teatro no tienen. En lo audiovisual, no tiene cabida que yo recree nada en mi cabeza: la acción visual ocurre fuera y el espectador la recibe. En ese sentido, leer un libro (y hablo aquí de género narrativo) conlleva la participación del lector en el acto de poner en pie la historia: el lector es una especie de realizador o de director de escena que representa en un extraño lugar de su mente lo que el texto cuenta, reutilizando o inspirándose (al menos ese es mi caso) en atrezzo, localizaciones, actores y escenas previamente vividas, imaginadas, soñadas o recreadas. Por lo tanto, cada lector (y casi diría que en cada lectura incluso hecha por un mismo lector en distintos momentos) pone en pie su propia representación de lo que el texto cuenta. A quien lee no solo le están contando una historia: también está participando de una manera intangible pero muy vívida y personal en la interpretación y en la puesta en escena del texto. Es, en definitiva, el extraño y casi mágico poder del lenguaje: el cómo unos trazos en un papel o una onda sonora formada a partir de la vibración de las cuerdas vocales desencadena una representación sensorial, emocional y mental en otro humano. Soy lingüista y a pesar de lo obvio y rutinario de este mecanismo me sigue explotando la cabeza cada vez que lo pienso con detenimiento.
Y es que de alguna manera (y aquí viene la parte un poco menos perogrullada) en el proceso de leer, hasta cierto punto (o así lo vivo yo), estamos prestándole nuestra subjetividad a otro. No digo que esto no ocurra también en una película o en otras formas de ficción. Pero sospecho (o al menos esa es mi experiencia), que esta trasferencia es particularmente íntima en el caso de la lectura. No es solo que nos expongamos a una serie de estímulos estéticos o nos zambullamos en una trama que nos haga reflexionar o nos lleve a la evasión, como ocurre también en el cine: es como si mientras leyésemos, nuestro tren de pensamiento estuviera conducido por otro maquinista al que le hemos cedido temporalmente el mando. Estamos en nuestra cabeza, claro, pero el que conduce es otro. Esta experiencia no es ni mejor ni peor que las muchas otras que otras actividades nos pueden brindar. Pero dejar mi tren de pensamiento en manos de otro es algo que, en mi redescubrimiento de la lectura, estoy experimentando como un acto profundamente íntimo que no sé con qué comparar. No se trata solo de leer para obtener información ni con la prepotencia de comprobar si lo que dice quien escribe es cierto o no a la luz de nuestra experiencia o cuadra con nuestro sistema de creencias (como reconozco que hago con los columnistas que me caen mal – hola, señor Marías). Leer así sería como viajar a las antípodas con el fin de que las formas de vida en otros lugares corroboren nuestras maneras de vivir y experimentar el mundo: se trata más bien de que alguien nos preste su subjetividad (a través del andamiaje de narrador, personajes… en el caso de la ficción) y caminemos en sus zapatos dando un paseo por donde quien escribe desee llevarnos. No es solo que me cuenten una historia, que me meta mucho en la trama o que empatice con un personaje determinado: es que durante un tiempo, el mundo me lo cuenta y me lo enseña otro. Recibir una cierta información a través de la vía escrita no conlleva necesariamente ni mucho tiempo ni mucha dedicación: leer a vista de pájaro puede valernos para enterarnos de una noticia. Pero para calzarse los zapatos de otro hace falta un tiempo y una dedicación que puede requerir cierta práctica y que yo noté que había perdido al intentar volver a leer (y que sigo notando). No parece factible sumergirse en el mundo de otro leyendo solo en diagonal, como no se puede tener una conversación matizada y profunda con alguien si a la vez vemos la tele.
Sigo pensando que la lectura no es necesariamente una actividad mejor que otra, y creo que la demonización o el olvido al que hemos relegado otras actividades de ocio y formas de ficción (series, videojuegos, cantar) tiene más que ver con cuestiones de poder y autoridad que con que verdaderamente sean actividades menos placenteras o provechosas. Pero sí sospecho que esta capacidad de préstamo de la consciencia es algo bastante exclusivo del acto de leer (o de escuchar mientras nos leen). Si tuviese que pensar en otras actividades comparables a esa vivencia íntima de hacerse uno un poco a un lado para apagar (o amortiguar al menos) el yo que siempre está experimentando el mundo y que mira a través de los agujeritos de la cara (necesariamente desde sus sesgos, sus limitaciones y su historia personal) para pemitir que sea otro el que nos preste su manera de sentir la realidad, creo que lo compararía con establecer una relación de intimidad profunda con alguien, con mantener una conversación honesta, personal y enriquecedora, con consumir alguna sustancia psicotrópica o con emprender un viaje largo. Actividades que (para mí, y no necesariamente para todos los demás) amplían los límites de mi percepción y mi vivencia de qué es el mundo. Pero no hay campañas que fomenten enamorarse, charlar con empatía, drogarse o viajar con calma. No hay campañas que fomenten prestarle nuestra subjetividad a otros.
Extret del blog grammarpunki.com d'Elena Álvarez Mellado